Era intenso, pero extraño.
Estaba podrido.
Podrido hasta la médula.
Y ni el más puro silencio, ni la más infame soledad, podrían curarlo jamás.
Y llegaba la madrugada y, consciente de su propia ausencia,
se preguntaba si merecía la pena seguir luchando
o intentar seguir viviendo.