En fumar y abrirse la piel
para después coserse las heridas,
en eso se basaba ahora su vida.
Llegando al punto muerto
y deshaciendo
todo lo que en algún momento supo
y que
poco a poco
iba desconociendo.
El verde de los ojos tristes
se había ido,
para siempre,
muy probablemente.
Y no quedaban haikus
ni sonetos
que arrugaran más el sentimiento
que la propia desesperación
hecha malditos versos.
Perdiendo.
Basaba su vida en diluirse
y, continuamente, consumirse.
Per-dién-do-se.