A veces creía que me estaba equivocando. "Creía" como sinónimo del tiempo indicativo presente del yo, el "creo", con el peso lapidario de cualquier yunke o piano cayendo sobre cualquier cráneo de cualquier humano. A veces perder el sentido era la única salvación para la conservación del mismo. En ocasiones nuevos vecinos aparecen, con sus aspiradoras a media noche y arena en las escaleras durante todo el día mientras el mundo gira y sigue. E intento huir entre las sábanas para perderme y no dejar de dar vueltas para así nunca dejar de no estar en ningún lado y estar en todas partes al mismo tiempo y en ningún momento. Intentar seguir el ritmo de la Tierra, girando sin sentido y sin parar. Romper las poesías y reírme cuando esconcho la pared con los nudillos y sangro o la araño con las uñas y me las arranco o muerdo la almohada por la imposibilidad de hacerme a bocados con sus pedazos de yeso, masticarlos, tragarlos y morirme. Poco romántico, en realidad. Mi almohada ni siquiera tiene plumas y tú dejarás de estar y yo dejaré de respirar y todo volverá a ser lo de antes. Lo mismo, lo mismo de siempre. "Siempre" como un sí prolongado y constante. Quizá intermitente, pero de algún modo inacabable. Imperecedero. Perenne. Algo que nosotros nunca seremos. Algo que los amaneceres tempranos de luz dorada y tenue entre persianas con algún que otro café, por el contrario, sí son. Y serán, por desgracia para tu colchón y todo nuestro amor desbocado. Tal vez sólo sea que en las noches de tormenta todo suena mejor. Tú me susurras y te enredas en mi pelo mientras yo me envuelvo en el edredón. Y si se llora, nada moja más que la distancia. Pero la mala suerte me sonríe con todos sus dientes relucientes. Deslumbrándome. Incendiándome. Nunca imaginé un verano tan largo.