Como dos gotas de agua de distinta nube

El verde resurgía lento entre humo y cenizas y el mundo brillaba entonces diferente. Ya no soñaba y simplemente dejaba la nada fluir en el todo hasta carcomerlo para convertirse en la paradoja más absurda y bucólica de todo el universo. Hablamos de monstruos y degeneración. De machetazos y sangre perdida. De estabilizar balanzas. De carne abierta y piel muerta. De ti y de mí, a fin de cuentas...


Movimiento

Dale cuerda.
Si no deja de girar, no podrá llegar a caerse nunca.
Inercia, ya sabes...


Insostenible

Se enquista, es eso. Se acumula, se aglutina y luego no hay manera de sacarlo de ahí. Ya no sé si es de noche o de día, si fumo o si es que el humo se ha quedado para siempre a residir en la habitación. Y hablo del silencio, entonces. De lo que se me pudre dentro y me quita el hambre. Así, en un momento. De lo que si lloro, sangra. De lo que si callo, quema. Del poco dinamismo y armonía que le quedan a mis palabras. Por ejemplo. Luego me tumbo boca arriba en la cama en ropa interior y tirito mientras mi carne abierta escurre líquida hasta las sábanas. Roto, es como si todo estuviera roto. Y yo... Siempre lo he dicho. Ojalá algún día mis heridas en la piel duelan más que las de mi cabeza.

Precipicio

En fumar y abrirse la piel
para después coserse las heridas,
en eso se basaba ahora su vida.
Llegando al punto muerto
y deshaciendo
todo lo que en algún momento supo
y que
poco a poco
iba desconociendo.
El verde de los ojos tristes
se había ido,
para siempre,
muy probablemente.
Y no quedaban haikus
ni sonetos
que arrugaran más el sentimiento
que la propia desesperación
hecha malditos versos.
Perdiendo.
Basaba su vida en diluirse
y, continuamente, consumirse.

Per-dién-do-se.


Nunca se había deshecho tanto. Antes ella era otra cosa, piensa. El fondo negro y el humo gris contrastaban más que el desasosegante azul y la sangre resbalando escaleras abajo. Se estaba perdiendo, estaba dejando de reconocerse cuando su propia mirada le devolvía el gesto desde el espejo. Nunca el vacío había calado tan al fondo. Todo resultaba tentador y extraño. Abrirse agujeros con desesperación y curarse las heridas sabiendo que no desaparecerían. Era raro. Era sentir abismos cada vez que respiraba, eso era. Y se enfundaba en sus gafas de sol, sin lágrimas verdaderas mas sí desesperadas. Se fundía en sus cigarros y el veneno de las madrugadas se clavaba de pisada en pisada. Las calles desiertas de una ciudad maldita que no la reconocía sólo gritaban. Y la adicción al café se incrementaba. Las horas sin dormir no menguaban. Las ojeras se acentuaban. Los huesos se marcaban. Más y más, todo se reducía a eso. Al más querer hacer y menos saber nada. Pero nada de nada. Había leído mil historias y escrito otro millón de ellas, pero los demás seguían sin entender lo que sus palabras encerraban. A su alrededor todos esbozaban trazas idealistas de los sentimientos mientras ella sólo reía. Reía por no llorar, decía. Imaginaba de nuevo el mar y tal vez fuera la única salvación a todo mal. Le habría gustado que aquellos tristes ojos verdes comprendieran verdaderamente algo. Había una canción... Y tomó la irresolución de abandonar todo intento infructuoso de construcción. Las semillas no germinaban y no había qué recoger. Todo se pudría y ella sólo podía deshacerse. Perderse, mientras se rompía lentamente. Se sentaba, muchas madrugadas, frente a la ventana, mirando al viento correr y las horas desparecer mientras las hojas de los árboles hablaban. Fumaba y fumaba hasta quedarse sin aire en los pulmones. Fumaba hasta volverse del gris de las nubes de otoño que se fueron y que, cuando vuelvan, ya nada será igual. Tal vez puede que nada sea, directamente y sin más. Nunca lo sabrá. Le habría gustado que abrirse en canal hubiera servido de algo. Se equivocaba, no había hecho más que equivocarse y ajarse. Agotarse. Para caer finalmente entre exhausta y extasiada a sus propios pies, sin nada que deberle a nadie, sin nada de nada.
Ojalá hubiese nacido pájaro.